Y me desperté con sensaciones
anodinas y un hervor en el cuerpo que me hizo saltar de la cama de un tirón.
Asomándome a la ventana comprendí lo que me atemorizaba. Cerré mis ojos,
anegados en frías lágrimas escarchadas, y marchitadas por un pasado
reverberante cuya grandilocuencia chocaba con el paisaje que distribuía mi
retina al resto de mi cerebro atormentado.
Desnudo, decidí tocar el piano
durante largo rato, varias horas seguidas. Las notas salían vacuas, tristes,
insípidas. Su sabor sinestésico se había perdido en aquellos años de maravilla
intelectual y económica. Estoy tan lejos
de mi hogar, me dije a mí mismo.
Los vecinos bajaron molestos, ya
que el ruido que hacían mis teclas en sus despellejados tímpanos hundidos de
metralla artificial, los hacían perder el control. Los pobres habían escuchado
tantas sandeces y mentiras de casi todo el mundo que la desconfianza y la
sordera reinaban en la ciudad. Además era la hora del programa especial de la
nueva cadena estrella, el BERRINCHE DELUXE. Ese era el único momento del día en
que uno podía descansar tranquilo, cesaban hasta los misiles de un ejército,
muy poco numeroso ya, de Cascos Azules que habían venido a “ayudar”. En cambio,
yo solo veía edificios derruidos, calles empañadas de sangre roja y carteles de
humo y, cómo no, negocios en ruinas.
Las protestas ya casi ni se
sucedían, por lo que no hacía falta fuerzas externas venidas de algún otro
país. Yo no me lo quise creer cuando me lo dijo mi vecino del tercero, pero era
cierto. Al parecer la comunidad internacional se había olvidado de nosotros. No
se hablaba en la televisión de que había atentados día sí y otro también.
Entonces pensé en África. Antes
solía ver por la caja tonta la pobreza de aquel continente, su gente, la
desolación en la cara de sus habitantes. El llamado Tercer Mundo. Me observé en
el espejo. ¡Voilà! tenía la misma cara que aquellas personas. Una sensación de
resentimiento reprimido con mezclas de asquerosa rabia derramada brotó por mi
cuerpo hasta tal punto que me golpeé la cabeza con aquel cristal. Acabó roto en
mil pedazos.
Miré de nuevo por la ventana y
miré los rostros de los pocos que quedaban sin ver la televisión. Miradas
perdidas, rostros desencajados, desnutrición por falta de hambre en todos los
sentidos. Las ganas de luchar se habían perdido porque habíamos perdido unas
tres mil batallas en menos de veinte años. Pero no había ningún muerto real, o
eso decían las autoridades. Sin embargo yo notaba la presencia de la diosa
muerte entre las calles de la ciudad, en cada rincón de sus parques y plazas,
en aquella colina del norte, en la deshidratada playa solitaria, cuya marea era
caduca y débil, así como en todas las casas de aquella ciudad.
La vida era vida porque
sobrevivíamos a cualquier vulneración de los derechos humanos. A impuestos
feroces, a cobros en negro, a un gobierno democrático, ¡ay, qué de daño se le
ha hecho a esta idea de mundo, de humanidad política! Y sobre todo,
sobrevivíamos a una dictadura sutil, la de un mercado que nos aplastaba. Volví
a pensar en África y sonreí irónico al recordar las palabras de plastilina que
utilizaban nuestros políticos para decirnos que no acabaríamos como ellos.
Antes pensaba en las diferencias
y las enumeraba. Ahora no encontraba nada que nos separara de ellos. Dicen que
la humanidad comienza cuando nos volvemos humanos. Cuando el dinero pierde su
valor y aquellos que veíamos con indiferencia se tornan iguales. Como un
equilibrio de balanzas. Observé el cielo, estaba gris húmedo. Va a llover, me
dije. Se avecinaba otra lluvia ácida. Esta venía malhumorada, normal, algún día
el mundo tendría que devolvernos lo que le hemos hecho a lo largo de los años.
Bajé hacia la calle y recogí a
varios de los miles de indigentes que poblaban el centro y me los llevé a mi
pequeño piso. Algunos llevaban varios días sin probar bocado y parecían
sedientos. Les di algo de lo que tenía, y me serví lo poco que me sobraba en la
nevera. No tenía amigos, y casi ni familia. Los primeros habían emigrado hacían
unos años a otros países. Alguno todavía me llama una vez cada treinta años.
Los pocos familiares que no murieron consiguieron escapar del país antes de que
no hubiera ni para siquiera coger un billete de avión. Pero yo me quedé aquí,
en mi pequeño continente de 40 millones de habitantes. Quería morir con las
botas puestas en mi cuidad y no pensaba que fuera fácil adaptarme fuera de
aquí. Fui cobarde, ya que de todas formas ahora me estoy adaptando a una nueva
forma de “vivir”, por llamarlo de alguna manera.
Cinco desconocidos y yo nos
quedamos allí toda la noche, sin mirarnos, sin hablarnos, sin articular una
sola palabra. Solo contemplando las gotas de lluvia que resbalaban bajo las
paredes desgajadas de lo que antes era una ciudad, de lo que antes era una
vida, de lo que antes era un mundo habitable. De lo que antes era un primer
mundo que competía con capitales y primas de riesgo. Hasta que alguien, no sé
quién, dejó de interesarle nuestro estatus y pensó que sería mejor que nos
pudriéramos como millones de personas lo hacían en mi propio mundo desde hace
cientos de miles de años, olvidados bajo dos simples y paupérrimas palabras
inhumanas: “Tercer Mundo”.
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